Un misionero en el basurero

Pobres
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Heinz Kulüke:
Hoy, superior general de los Misioneros del Verbo Divino;
ayer, profesor de Filosofía y buscador de basura
junto a los niños más olvidados de Cebú, en Filipinas.

Antes, era un mar de verdad. Estaba lleno de azules encendidos, de blancas arenas infinitas, de blandas olas de sal y de sol. Ahora, es un mar de basura que crece sin cesar. Los camiones, con su trajinero vaivén interminable, llegan noche y día rebosantes con toda suerte de desperdicios que descargan aquí, allá y acullá, y lo hacen más y más grande cada día. "El olor es horrible, insoportable. Se te pega a la piel y no hay manera de quitarlo. Al principio, tenía que desnudarme y colgar toda mi ropa fuera de mi habitación, porque su hedor apestaba. Tardé muchos días en acostumbrarme a tan pestilente tufarada".

Con todo, los malos olores no son lo peor. Ni lo más grave. Además, el vertedero de basuras más grande de la ciudad es un semillero de enfermedades y una verdadera fábrica de infecciones, quemaduras, intoxicaciones y accidentes. Para caer en la cuenta de los riesgos que entraña vivir en la basura, mirad lo que dice el padre Kulüke: "una vez, tuve que enterrar a 17 niños en una sola semana". Y dice más: que, también, a veces, los niños tropiezan con brazos, piernas y otros despojos humanos que desechan los hospitales...

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Ocurre que, para los más pobres de la isla, la basura que se acumula en aquella "Montaña Humeante", que así la llaman, es el único medio de subsistencia que tienen. Por eso, alrededor de tan soporífera y tóxica montaña de inmundicias, ha surgido una corona de chabolas, una verdadera ciudad, hecha de ruedas de caucho, hojalata, plástico y cartón, donde viven los olvidados. En el mayor de los vertederos de Cebú trabajan diariamente mil personas o más. La mayoría, niños. Y, a su alrededor, habitan unas 625 familias, 3.000 personas en total.

Entre la basura, dan a luz las madres embarazadas. Y a la basura son enviados sus hijos para que, gancho en mano, escarben entre la mugre y volteen la cochambre para llenar sus talegos de plástico, de vidrio, de metales... Los niños son la más sufrida y rentable mano de obra del reciclaje. A cambio, los mocosos, que no tienen más de 7, 9 o 10 años, reciben dos o tres pesos por cada banasta llena. Y, gracias a su labor, la familia puede comprar arroz para la comida. Si no... ese día no habrá nada para llenar los estómagos. Los niños, gracias a su trabajo en la basura, garantizan la supervivencia de la mayoría de las familias.

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Estas cosas siguen sucediendo, allí y ahora, en los basurales de Mandaue City.
Mandaue City forma parte del cinturón suburbano que rodea la ciudad de Cebú, Cebú, como se sabe, es una de las 7.000 islas que conforman el archipiélago y la nación filipina. A Cebú arribó el 21 de abril de 1521—hace ahora 495 años—, la expedición española que mandaba Fernando de Magallanes. Allí, una flecha envenenada robó la vida al ínclito marino cuando, en desigual batalla, combatía a los seguidores de Lapu Lapu, ahora, héroe nacional y, entonces, rival del rajá Calombú. También allí, quedó plantada la Cruz de Magallanes, que, ahora —una réplica suya—, es señal y símbolo de la ciudad. Y allí, el guipuzcoano Juan Sebastián Elcano y Gonzalo Gómez de Espinosa, castellano de las norteñas Merindades de Burgos, tomaron el mando de las naves Victoria y Trinidad. Sólo la primera, con el de Guetaria a la cabeza y otros 17 supervivientes, terminó circunvalando el globo terráqueo por primera vez. Por su parte, el de Las Merindades, a punto estuvo,de dar con la corriente del Kuro Shivo (Río Negro, en japonés) que, medio siglo después, descubriría el también guipuzcoano Andrés de Urdaneta. La ruta del tornaviaje (Manila—Acapulco) fue seguida, durante más de dos siglos y medio, por todas las naves españolas, a comenzar por el famoso galeón de Manila. Pero... el escorbuto, las tormentas y los malos vientos no permitieron a Gómez de Espinosa rematar su gesta. Apresado por los portugueses, terminó en la cárcel del Limonero, en Lisboa, de donde lo rescató el propio emperador, Carlos I, para acabar muriendo poro después.

Hoy, Cebú City, que está a 12.000 kilómetros de Madrid, con casi 3 millones de habitantes, es después de Manila, el centro económico y mercantil más importante de Filipinas. Y tiene 4 vertederos de basura. Y precisamente allí, fue a parar el bueno del padre Heinz Kulüke.

Para los más de los occidentales, ese nombre alemán: Heinz, suena a salsa de tomate. Y es verdad: así se llama la archiconocida marca de ketchup que pinta de rojo los platos, las hamburguesas, perritos calientes y barbacoas de medio mundo: por algo, Heinz es la 5ª multinacional alimentaria del globo. Pero no. Heinz, además de eso y antes que nada, en alemán, viene a ser el hipocorístico de Enrique que, en castellano, decimos Quique y, en italiano, es Enzo. Así que —aviso para navegantes—: el caso es que la cosa, en nuestro caso, no va de tomate. Aquí y ahora, Heinz es el nombre propio de una persona tan singular como admirable. Así se llama quien, desde mediados de 2012, es el nuevo superior general de la Congregación de los Misioneros del Verbo Divino. En sus manos, el timón de un barco en el que navegan más de 6.000 misioneros que trabajan, repartidos y arraigados en 67 países del mundo, junto a los más necesitados de la tierra.

Este alemán de la Baja Sajonia, nació, hace ya 59 años, en Spelle, un pequeño pueblo teutón, próximo a la frontera holandesa. El segundo de cuatro hermanos, hijo de Augusto y Paula, que así se llamaban sus padres —ambos murieron juntos el 11 de noviembre de 2008— comenzó siendo electricista. Y más tarde, estudiante de electrónica. Y, después de cumplir con su servicio militar en aviación, pasó a estudiar ingeniería electrónica en la Universidad de Ciencias Aplicadas de Bielefeld. Pero, su destino, contra lo que parecía más que evidente, no iba a ser cuestión de voltios ni de vatios.

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El joven Heinz Kulüke, compaginaba sus electrónicos estudios con un muy grato y muy más que rentable trabajo —tenía un sueldo envidiable—, pero... algo, en su interior, le pellizcaba, a cada paso, la conciencia. No se sentía satisfecho. No se veía plenamente realizado y feliz. Y, un buen día, ocurrió lo que nadie se esperaba: que el bueno de Heinz mandó toda la electrónica, con sus cables, diodos, ohmnios y circuitos... a freír espárragos.

Y, ni corto ni perezoso, llamó a las puertas de los Misioneros del Verbo Divino, congregación fundada por un paisano suyo —ahora, santo—, nacido en la cercana ciudad de Goch, que está a 150 kilómetros al sur de Spelle y que también es fronteriza con la vecina Holanda: Arnold Janssen.

Precisamente ahora, el 15 de enero, 9 días antes de la celebración, en España, de la Jornada de la Infancia Misionera, se cumple el 107º aniversario de la muerte del fundador de los misioneros verbitas, canonizado, en 2003, por el también santo papa polaco Juan Pablo II.

Tras enderezar sus pasos hacia los Misioneros del Verbo Divino, la vida de Heinz Kulüke dio un cambio radical: se desenchufó de la electrónica y acometió, con renovados bríos, sus estudios religiosos. En 1979 hizo su noviciado cerca de Bonn. En 1981, sus primeros votos. Ordenado sacerdote el 9 de marzo de 1986, comienza su andadura misionera en la filipina isla de Mindanao. Allí, en Agusan del Sur, pasa tres años. Y, al cabo, viaja a Estados Unidos para estudiar Filosofía en la Universidad Católica de Washington. Regresa otra vez a Filipinas e imparte clases de Filosofía en la Universidad de San Carlos, que la SVD tiene en la isla de Cebú. En 1994, consigue el doctorado en Filosofía por la Universidad Gregoriana en Roma, tras tres años de postgrado en Roma, Munich, Mainz, Bonn y Bochum. Y regresa, de nuevo, a Cebú para volver a impartir sus clases de Filosofía en la Universidad de San Carlos. Allí, además de profesor, también es nombrado provincial para la zona Sur de Filipinas.

Pero... todo eso, con ser mucha su labor intelectual y no pocas las responsabilidades que entraña el cargo de provincial, el bueno del padre Kulüke, tampoco se siente plenamente realizado y feliz. No sabe qué. Pero, hoy como ayer, nota pellizcos en el alma que le empujan a creer que, todavía, le falta algo para completar su evangélica misión.
Había oído a la gente hablar de los niños de la calle y de los cazadores de basura. También escuchó voces contrarias: que no. Que, en Cebú, no pasaban esas cosas. Así que, un buen día, se lanzó a despejar la duda por su cuenta y riesgo. Tras las clases de Filosofía en la Universidad, se montó en su motocicleta y siguió a un camión de la basura que le llevó hasta el más inhóspito rincón del mundo. Sí. Era muy cierto. Allí estaban, ante sus propios ojos, los hijos de la basura, los carroñeros.

Y, tras el descubrimiento, supo que no era un problema menor: los niños que trabajaban diariamente allí eran más de 600 o 700. Más difícil resultó que los pequeños le abrieran las puertas de su corazón.
–¿Qué pinta un europeo como ese en medio de nosotros?, ¡ojo con él!, se decían.
Y, recelosos, concluían:
–¡nada bueno andará buscando!

Con mucha paciencia, el padre Heinz Kulüke, acudía todos los días, con su mochila a la espalda, cargada de pomadas, vendas y pastillas para poder curar a los que salían peor parados de la recogida. Después, dio un nuevo paso: como un mocoso más, cogió el gancho y se puso a recoger los materiales reciclables. Enseguida vieron que el europeo no daba pie con bola. El profesor de Filosofía no era muy perito en esa su nueva actividad. Tan es así que, algunos muchachos, compadecidos, le ayudaron a llenar su canasta. Fue una admirable lección de solidaridad: él mismo lo cuenta: "Cuando eres nuevo en el vertedero, no sabes ni qué buscar. Los niños fueron mis maestros. Me enseñaron a buscar material reciclable. Para mi sorpresa, me tenían lástima porque sus canastas se llenaban rápido mientras mi canasta estaba vacía. Muy a menudo, algunos de los niños compartían conmigo algo de sus canastos, de modo que, al final del día, yo también tenía más o menos un dólar, como ingreso, debido a su generosidad".

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Rota la cáscara de la desconfianza, decidió quedarse a vivir en el vertedero. A compartir, con ellos, su comida, sus enfermedades y sus afanes. Y los muchachos volvieron a ser solidarios: le construyeron, con cajas y neumáticos viejos, una cabaña para él. Y allí pasó un mes entero. Hasta un plástico le consiguieron para que la lluvia no anegara su choza. Y salió vivo de la experiencia. Hoy ya sabe lo que es vivir entre la basura: consiguió una mosquitera para protegerse de los insectos, pero las ratas, transmisoras de la tan temida rabia, la agujerearon bien pronto para poder entrar a por él...

Su objetivo se le presentaba cada vez más claro: había que apartar a los niños del basurero. Pero... ¿cómo hacerlo? Sus familias tenían que elegir entre comer o no comer. Y optó por no cortar esa, tan necesaria, fuente de ingresos. Pero sí, por organizar guarderías y jardines de infancia para los más pequeños. Dicho y hecho. Lo que empezó siendo una humilde guardería infantil, hoy ya es una red de 75 guarderías. Esa educación básica será el mejor trampolín: permitirá a los niños dar el salto a la escuela pública y, al cabo, encontrar un trabajo más digno.

Por si fuera poco, el padre Kulüke también encontró tiempo para, por la noche, adentrarse en el barrio de los clubes nocturnos donde las jóvenes se ofrecen a los turistas con muchos dólares en la cartera y pocos escrúpulos en el corazón que acuden atraídos por las luces de neón. El padre Kulüke, empujado por la fuerza del Evangelio, volvió a echarle morro al asunto: abordó a los dueños de los antros y, al cabo, consiguió su permiso para repartir medicinas entre las mujeres que lo necesitaran.

En esas estaba el bueno de Heinz cuando a la SVD (Societas Verbi Divini) le llegó la hora de elegir un nuevo superior. Y casi todos los electores, reunidos en Roma para celebrar el Capítulo General, pusieron sus ojos en el padre Kulüke para suceder al filipino Antonio Pernia. Se convertía, así, en el 11º sucesor de san Arnold Janssen.

—Empezó su trabajo en el Generalato el 29 de septiembre de 2012. Y, ahora, esa nueva responsabilidad ¿no le ha obligado a romper sus lazos con sus amigos, los niños de la Montaña Humeante de Cebú?
El propio padre Kulüke nos explica que no. Que el cargo de superior "no me ha impedido seguir con mi trabajo en Cebú. Muchos misioneros del Verbo Divino trabaja en Asia. Les visito muy a menudo. Tres veces al año, a principios y a finales del año, me quedo varias semanas en Cebú para impulsar proyectos particularmente para los niños que viven en vertederos de basuras. Comunico también con los compañeros trabajando allá a través de los medios de comunicación modernos como el Skype. Mantengo contactos frecuentes con mis colaboradores allá in Cebú para seguir ese trabajo para los pobres".

Gracias a la callada —pero admirable— labor del padre Kulüke, hoy son bastantes menos los niños que gastan sus días en tan tóxico y pestilente vertedero. Además, también son menos las chabolas que rodean al basurero, porque, con ayuda de algunos donantes de países desarrollados ha conseguido dar una vivienda digna a muchas familias cebuanas.

—"La ayuda económica para construir las casas para los pobres de la basura —dice el padre Heinz— nos viene de Alemania y Austria. En total, 8 proyectos de viviendas se han hecho hasta ahora. Es decir, 5.000 personas han recibido una nueva casa. El nuevo proyecto de viviendas tiene capacidad para 400 familias y para unas 2,500 personas, más o menos.

Por su dedicación a los más necesitados, Heinz Kulüke fue condecorado en Alemania, su patria, con la Cruz federal al mérito. Es la única distinción de carácter general que hay en Alemania y, por tanto, la máxima expresión de reconocimiento que la República Federal de Alemania hace a quienes destacan por tu trabajo en favor del bien común.
Hace 25 años, cuando llegó allí, muchos lo tomaron por loco. Tres cuartos de lo mismo dijeron amigos y familiares de Carlos de Forbin Janson, el obispo francés de Nancy y fundador de la Infancia Misionera, cuando cometió la chifladura —¡santa locura! aquella— de dedicar todos sus muchos bienes a la promoción, educación y defensa de los niños más necesitados de la tierra.

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"A veces —dice el padre Kulüke— hay que volverse loco". Y añade: "Eso mismo dijeron de Jesús. Es bien conocida la historia de la Biblia en la que los suyos creen que Jesús está loco. Y es que, ha veces, hay que volverse loco. La locura tiene mucho significado en la Filosofía. Como el loco de Nietzsche. Al volverse loco, uno adopta otro punto de vista: si me pongo en el lugar de la gente que vive en el vertedero, estoy loco. El hecho de estar loco es parte integrante de las personas. Es algo muy importante. Y, también es algo propio de los misioneros: tenemos que adoptar una posición nueva, de vez en cuando: volvernos locos.

Juan de VILLACOBOS

Periodista